El Dr. Stuart Slavin, pediatra y profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Saint Louis, EE.UU., hizo un descubrimiento que lo dejó muy sorprendido y desconcertado. Luego de administrar a más de 2.000 alumnos de educación básica y media un cuestionario para medir Depresión y otro cuestionario para medir el grado de Ansiedad en los estudiantes, los resultados obtenidos lo dejaron muy preocupado, ya que en el caso del primer cuestionario las respuestas de los estudiantes indicaban que “el 54% de ellos presentaba síntomas moderados a severos de depresión”, en tanto que en el caso de los resultados del segundo cuestionario, estos hicieron saltar las alarmas de preocupación del Dr. Slavin: “el 80% de los jóvenes padecía síntomas de ansiedad que iban desde moderados a severos”, indicadores que, naturalmente, sobrepasaban con creces lo que un investigador esperaría encontrar entre la población adolescente. Era –y sigue siendo– un dato altamente preocupante.
Lo que el Dr. Slavin observó en los estudiantes es tan sólo una pequeña muestra de la epidemia de estrés escolar que se extiende como pandemia por todo el mundo, causando muchos estragos a nivel emocional y físico. Dado que la muestra se tomó en EE.UU., uno tendería a pensar que es sólo un problema de los “yanquis” y que el tema está relacionado con las personas educadas de ese país. Craso error. Al comenzar a chequear qué pasaba en otros colegios y en otras regiones, los estudios dieron como resultado, que el problema era generalizado y que la carga de estrés traía aparejadas consigo severas consecuencias para los niños, sin distinción del nivel económico al cual pertenecían estos chicos y chicas.
En demasiados casos, las expectativas en relación con la educación se han salido de control, por cuanto, además de tener que pasar siete horas –o más– en las escuelas, los estudiantes se van “(re)cargados” con una serie adicional de trabajos para sus hogares, o bien, para ser realizados dentro del colegio: tareas, lecturas, realización de prácticas deportivas, trabajos grupales de investigación, preparación de pruebas, controles, etc., que terminan por agotar a los niños y absorber todo el fin de semana.
Lo anterior, es muy preocupante, ya que cada actividad que realiza el estudiante es visualizada como el paso previo en la carrera por acumular buenas notas con el fin de ingresar a una universidad de prestigio, obtener un trabajo bien remunerado y alcanzar una vida que pueda ser considerada por los demás –incluyendo a los padres– como “exitosa”, sin que importe mucho cómo y a qué costo se logró dicho éxito.
Dado el estado actual de la educación, que sólo se rige por un currículum inflexible, trasnochado y que ha sido dictado desde la estratósfera y desde un gobierno centralista que no tiene –ni muestra– capacidad alguna de aterrizar e interpretar de manera adecuada la información que recibe, el resultado final es deplorable: en lugar de apoyar, motivar y desarrollar el potencial de los estudiantes, lo que se logra, es erosionar la salud de los niños, socavando –y muchas veces desperdiciando– las capacidades y aptitudes que cada uno de ellos trae consigo. Dicho de manera sintética: la educación, tal cual se está aplicando, está enfermando a los niños.
Se habla de “alcanzar logros académicos”, de “ser exitosos en la vida”, de “ganar mucho dinero”, de “ser competitivos”, de “ser el mejor”, pero pocos ponen atención a la formación de valores, al respeto por las demás personas, al trabajo en equipo donde todos colaboran en el logro de un determinado objetivo, a la disminución de la violencia, cómo evitar la deserción escolar, etc. Simplemente, no se enseña cómo se puede alcanzar la felicidad sin pasar a llevar a los demás, entre otras cosas.
Hay estudios que señalan, que uno de cada tres adolescentes asegura que el estrés que experimentan les ha provocado un alto nivel de tristeza en sus vidas, hasta el punto de sumergirse –con 14 o 15 años– en una depresión, donde la principal fuente de estrés se centra en el colegio y, en muchos otros casos, en el propio hogar paterno. Se calcula que, hoy en día, los niños duermen, en promedio, alrededor de dos horas menos que hace algunos años atrás, y mientras más tareas hacen, menos horas duermen. Y si por lo menos se tratase de “tareas” interesantes, significativas y desafiantes, eso las haría menos insufribles, pero… ese no es siempre el caso.
Muchos observadores, maestros y docentes afirman ser testigos de la existencia de un número cada vez mayor de estudiantes con problemas psicológicos severos, que a menudo terminan con estos estudiantes ingiriendo alcohol en exceso, consumiendo drogas, cayendo en conductas antisociales y violentas, incluso con carácter delictivo.
Tanto psicólogos como médicos pediatras reciben cada vez más en sus consultas a niños de educación básica y media con problemas de úlceras, trastornos de adaptación, crisis de pánico, ansiedad y migrañas, en que se observa una vinculación directa entre los síntomas que experimentan los niños y la presión que se ejerce sobre ellos para que obtengan mejores resultados y altos logros académicos. Sin duda alguna, la educación está sentada sobre un barril de pólvora: en algún momento estallará, si no existe una unidad de criterio en cuanto a tomar las medidas necesarias y hacer los cambios de fondo que la educación requiere, y no continuar aplicando medidas de parche o realizando un maquillaje superficial.
Los expertos en educación tienen ante sí modelos extraordinarios de educación en Finlandia, Noruega, Singapur que, al mismo tiempo que mantiene felices, contentos y satisfechos a los niños, también logra resultados muy exitosos a nivel académico. Esa es la combinación que se requiere. Sin embargo, las autoridades siguen comportándose como personas ciegas, sordas y mudas, presas de una idiocia crónica e incapaces de dejar de mirarse el ombligo, pero muy dadas a “alaraquear” logros educacionales miserables (alza de 5 puntos en pruebas de matemáticas y de 3 puntos en lenguaje a nivel nacional), resultados que a nadie, con dos dedos de frente, le importan un pepino.
En lugar de competir con el colegio vecino en relación con el rendimiento académico obtenido por sus estudiantes (resultados SIMCE, PAES, etc.), las autoridades educativas –en comunión con los padres– deberían velar por cultivar un aprendizaje que sea significativo, que busque la integralidad de los estudiantes, que tenga un sentido de propósito futuro, donde se produzca una suerte de conexión personal del estudiante consigo mismo.
En pleno siglo XXI, encontramos que una gran mayoría de niños, jóvenes y adultos tienen severos problemas para articular, formular y expresar un “pensamiento de tipo crítico” (distinto a “criticar”) ya que no saben cómo hacerlo. De seguir por este camino, se hará cierta la afirmación que dice que la mayor discapacidad de la humanidad es de tipo mental.
Por lo tanto, en lugar de apuntar a una infancia infeliz que corre un gran riesgo en su salud, es preciso mostrar una preferencia clara por su salud física y mental. Y de ser necesario, también espiritual, que mucha falta nos hace, ya que hoy en día, cada uno parece velar, únicamente por sus intereses personales. Pasar por encima del otro, se ha vuelto un deporte con carácter nacional. La total falta de ética en la conducta de muchos empresarios y de innumerables políticos es de antología.
Estudios recientes reafirman que el estrés infantil no sólo está vinculado a un mayor riesgo de depresión y ansiedad en el futuro adulto, sino que también a una salud física deficiente y expuesta a un alto nivel de deterioro. Es como para pensarlo dos veces.
Dr. Franco Lotito C. – www.aurigaservicios.cl – Académico, escritor e investigador (PUC-UACh)