06 de Octubre del 2025.- Imaginemos Inglaterra en el siglo XIX. Artesanos tejedores, orgullosos de su oficio, observan cómo un telar mecánico realiza su trabajo en segundos. ¿Su reacción? Entrar a la fábrica y romper la máquina. Así nacieron los ludditas, quienes, más que enemigos de la tecnología, nos enseñaron una lección crucial: el problema no es la innovación, sino su mal uso.
Doscientos años después, vivimos algo similar. La inteligencia artificial llegó para multiplicar la productividad, resolver problemas y, de paso, descolocar al humano promedio. Hoy los estudiantes la usan para escribir ensayos, analizar datos o aprender a cocinar algo que jamás harían sin un tutorial de YouTube. Y algunos profesores aún miran la I.A. con temor, como si viniera a quitarles el empleo, sin notar que lo que realmente amenaza sus cargos es no haber aprendido nada nuevo desde la universidad.
Pero no rompamos la computadora todavía. Mejor entendamos que la resistencia no debe ir contra la herramienta, sino contra el mal uso de ella. Como el telar mecánico, la I.A. puede revitalizar el aula o volverla irrelevante si no sabemos adaptarnos.
Los ludditas fueron criticados por destruir máquinas, pero tenían un punto importante. La tecnología no puede ser excusa para perder lo humano. La inteligencia artificial es más eficiente que cualquier telar, pero no puede enseñarnos empatía, paciencia ni pensamiento crítico. Eso sigue siendo nuestro trabajo. Aunque algunos prefieran seguir protestando, golpeando teclados imaginarios.
Entonces, la pregunta no es si la I.A. debería estar en educación. La pregunta es si sabremos usarla bien.
Porque hay que decirlo con claridad. El curso no va bien. Basta ver los resultados del SIMCE y, peor aún, la brecha entre colegios de altos ingresos y los de sectores medios y bajos. La educación, como está, está fracasando. Si la I.A. llega a desordenar la sala, el pronóstico es pesimista. Por eso urge integrarla con inteligencia, la humana.
En el jardín infantil, la I.A. se presenta como cuentos interactivos, aplicaciones que responden preguntas o robots que parecen juguetes de la NASA. ¿Sirve? Sí, siempre que no reemplace lo esencial: que el niño juegue, explore, se ensucie, se raspe las rodillas y aprenda que la plasticina no se come. Si todo lo dejamos en manos de un robot, los niños sabrán de algoritmos, pero no de amistad. Y eso sería un fracaso peor que el que ya vivimos.
En la educación escolar, la I.A. promete ser una salvación. Plataformas que adaptan ejercicios al nivel de cada estudiante, alertas que predicen el riesgo de reprobación, corrección automática de ensayos. Todo parece útil, hasta que un algoritmo decide que alguien es malo para las matemáticas a los 12 años y lo encasilla de por vida. Y claro, está el riesgo de que el colegio termine pareciendo un call center. Mucho dato, poco abrazo. La clave es simple: la I.A. puede ayudar, pero no reemplazar el juicio del profesor.
En la universidad, la cosa se pone más seria. Aquí, la I.A. ya no es juguete, es herramienta. Se usa para investigar, analizar datos y hasta simular laboratorios completos sin gastar un tubo de ensayo. Pero también se puede copiar como nunca. Entregar un ensayo brillante sin escribir una línea es más fácil que nunca. Las universidades deberán repensar su forma de evaluar. Tal vez volver a la prueba oral. Y enseñar a los estudiantes a convivir con la I.A. sin hacer trampa jugando solitario. Porque quien estudie hoy sin aprender a usar estas tecnologías saldrá al mundo con la vigencia de un disquete.
La inteligencia artificial no viene a reemplazar la educación. Viene a ponerla a prueba. En preescolar puede enriquecer el juego, pero no reemplazar la ternura. En el colegio puede personalizar el aprendizaje, pero no quitar la diversidad. Y en la universidad puede potenciar la investigación, pero también exigir más ética y pensamiento crítico.
Porque sí, la tecnología avanza rápido. Pero aún no se ha inventado un algoritmo capaz de reemplazar la paciencia de un profesor frente a cincuenta adolescentes con sueño y un celular listo para repartir dopamina en cada notificación.
Claudio Giorgi – Cristián Cisterna – Facultad de Economía y Negocios UNAB