La muerte siempre es noticia, aunque a veces se relegue, porque siempre nos pilla desprevenidos, sobre todo cuando es violenta, como vemos en Medio Oriente. Temblamos ante el contraste entre la dignidad y valor de cada vida humana y su fragilidad, porque es una incoherencia de parte de nuestra libertad. Entonces, ¿Por qué nos matamos? Sea en Israel, Palestina, Ucrania, matar inocentes es siempre una derrota como humanidad que no puede sernos ajena.
No estamos preparados pues aspiramos a vivir siempre, por eso es un desgarro y no aceptamos la muerte como algo “natural”. A no ser que exista una vida eterna, y entonces este nuevo horizonte cambiaría radicalmente cómo afrontamos la muerte, la propia y la de otros, incluso la violenta.
Ahora bien, la filosofía asume este anhelo y se pregunta por esa vida imperecedera. Kant, por ejemplo, apelaba a que debía haber justicia en el más allá, dado que no la había aquí. Pero la respuesta de Cristo es única al afirmar que Él es la Vida y además resucitó al tercer día. La última palabra ya no la tiene la muerte, sino la vida eterna, posibilidad para quienes la acepten. Y de la muerte violenta afirmó: “No teman a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”.
Finalmente, Tomás de Aquino comenta que Cristo resucitó “para levantar nuestra esperanza. Pues, al ver que Cristo resucita, siendo Él nuestra cabeza, esperamos que también nosotros resucitaremos”. Este horizonte da un sentido nuevo a la vivencia de la muerte, permite afrontarla con la esperanza que abre la puerta a otra vida, que Cristo logró y nos ofrece, porque no es el fin.
Dra. Esther Gómez de Pedro – Directora nacional de Formación e Identidad Santo Tomás