30 de Noviembre del 2025.- Existe un principio en Psicología que señala que los niños bien tratados y que crecen experimentando el afecto de sus madres se desarrollan más sanos física y emocionalmente, y, en promedio, tienden a ser más inteligentes que aquellos que no son tratados con afecto ni cariño materno, condición a la que se suma la figura paterna, quien cumple un rol fundamental en el desarrollo del niño. Se habla del “triángulo familiar”: hijo, madre y padre.
Este es el punto de partida para el experto en resiliencia, Dr. Jorge Barudy, quien, junto a Maryorie Dantagnan, destacan en su libro “Los buenos tratos a la infancia: parentalidad, apego y resiliencia”, que la resiliencia es la capacidad que desarrollan aquellos niños que viven en contextos de amor, cariño y afecto, y que, en el largo plazo, es el principal factor que les permite superar circunstancias traumáticas y enfrentar con éxito tiempos adversos en cualquier etapa de sus vidas.
El concepto “resiliencia” fue desarrollado por el Dr. Boris Cyrulnik, psiquiatra de origen francés, y es un concepto que apunta a la capacidad que desarrollan las personas, que les permite enfrentar obstáculos y situaciones negativas con una actitud positiva y optimista, siendo sujetos capaces de caerse y volverse a levantar, y seguir adelante sin rendirse.
El Dr. Cyrulnik señala que la resiliencia es “la capacidad del ser humano para reponerse de un trauma y, sin quedar marcado de por vida, ser feliz”. El Dr. Cyrulnik puede hablar con propiedad acerca del concepto: a los seis años presenció cómo asesinaban a sus padres en un campo de concentración de la Alemania Nazi, siendo capaz, luego de escapar de este campo de la muerte y deambular por varios orfelinatos, de convertirse en un hombre de bien.
Lo anterior lleva implícito otro elemento a destacar: la resiliencia no es un fenómeno genético ni hereditario, sino que es una cualidad que puede ser desarrollada a través de experiencias relacionales con los adultos –padres, abuelos, guardadores, etc.– que rodean al infante, en función de lo cual, todos nosotros podemos ser tutores de la resiliencia de nuestros niños, por cuanto, al demostrar afecto, empatía, compasión y cariño hacia una persona que es víctima de malos tratos, se le ayudará a evitar que quede pegada en el dolor, en la rabia o en los deseos de venganza en contra de aquellos que le hicieron mal. El Dr. Cyrulnik hace notar, que un niño que ha sido maltratado puede sobrevivir sin traumas “si no se lo culpabiliza”, es decir, cuando se hace sentir a las víctimas agredidas de ser ellas mismas las responsables de las agresiones que han sufrido, o bien, cuando se las acusa de ser los “causantes” de las desgracias ajenas, como cuando, por ejemplo, un padre (o una madre) le echa en cara a su hijo(a) de ser el “culpable de haberle echado a perder su vida”.
De ahí, entonces, la vital importancia que tiene la presencia de una madre cariñosa y afectuosa en el entorno infantil desde que éste nace. Siempre se ha sabido que el afecto materno es imprescindible en los primeros meses de vida de un infante por la estrecha relación que tiene con el desarrollo del cerebro y de algunas de sus capacidades más relevantes, sean éstas de tipo intelectual y emocional. Es así, por ejemplo, que la corteza frontal de un bebé llega a ser muy activa metabólicamente entre los seis y los 24 meses, y está involucrada en los primeros desarrollos de carácter emocional y cognoscitivo, por lo tanto, la falta de estímulos en esta etapa clave del desarrollo infantil puede influir negativamente en el sistema de los circuitos emocionales.
Hoy se habla de la “neuroplasticidad del cerebro”, es decir, la capacidad que tiene nuestro cerebro para inducir cambios en cualquier etapa de nuestras vidas. Sin embargo, hay ciertos períodos en la vida de un bebé, en los que si no se producen ciertos estímulos vinculados al amor, afecto y cariño de una madre o de un padre afectuoso, se producen una serie de alteraciones, trastornos y pérdidas que, posteriormente, se dificulta recuperar o revertir.
Es así, por ejemplo, que se produce un fenómeno llamado “poda neuronal”, fenómeno a través del cual, el cerebro destruye axones y dendritas cuando ciertas zonas del cerebro no son estimuladas, una condición que, al final de cuentas, es irreversible e irrecuperable.
Algunas habilidades que se desarrollan en períodos o ventanas críticas son, por ejemplo, el lenguaje, la audición y ciertas respuestas emocionales. En el caso específico del lenguaje, luego de pasado un tiempo crítico, al cerebro se le dificulta la capacidad de hablar y expresarse de manera adecuada. Aquí tenemos el ejemplo de los llamados “niños salvajes”, quienes, al ser criados sin contacto humano, nunca aprenden a hablar con fluidez.
Por lo tanto, cuando tenemos ante nosotros el cerebro de un bebé que recién se está desarrollando, hay ciertos aprendizajes que deben ocurrir en ciertas etapas específicas del desarrollo y no posteriormente. Esto lo demostró de manera clara e irrebatible el Dr. René Spitz al estudiar los efectos ambientales desfavorables en los llamados “niños institucionalizados”, es decir, bebés que yacían en orfanatorios solos y abandonados en sus cunas durante el primer y/o segundo año de vida, bebés que pasaban más de 20 horas al día sin nunca ser acunados en unos brazos afectuosos o de alguien que les ofreciera cariño y amor, tomando mamaderas frías que eran apoyadas, simplemente, sobre sus pequeños cuerpos y luego eran dejados solos nuevamente. La gran mayoría de estos bebés, presentaban daños irreparables, eran incapaces de sentarse por sí mismos, se mostraban apáticos o se mecían lánguidamente durante horas de un lado a otro, tratando de mitigar el dolor y el tremendo el vacío de una madre afectuosa ausente.
Hoy se sabe que hay “ventanas de tiempo”, donde, por intermedio de la interacción del sujeto con otras personas se establecen una serie de estructuras emocionales. Pero lo que no saben los investigadores con certeza, es cuán receptivas son estas estructuras para efectos de poder ser modificadas más tarde, si las interacciones necesarias no se producen en los momentos apropiados, ya que la madre a través de su arrullo, mientras mece y acuna al bebé, mientras lo sostiene, lo alimenta y lo contempla, ayuda a dar forma al cerebro del menor, por intermedio de lo que se denomina “moduladores ocultos”, responsables de muchas de nuestras reacciones y conductas.
El apego seguro entre una madre y su hijo, implica los llamados cuidados maternales: entrega incondicional de afecto y cariño al recién nacido, protección del bebé ante todo tipo de peligros, estimulación temprana y continua, satisfacción de las necesidades físicas y emocionales del infante, etc., todo lo cual, redundará, en definitiva, en la entrega a la sociedad de un niño sano, inteligente y resiliente.
Dr. Franco Lotito C. – www.aurigaservicios.cl – Conferencista, escritor e investigador (PUC)










